Recientemente, descubrí que existen distintos tipos de “hambre”. Me sorprendió entender que comer es el acto de cruzar la barrera de la intimidad entre el grupo y mi cuerpo. Cuantas menos personas haya más íntima será la experiencia, cuantos más seamos, más impersonal. Nos comunicamos con el resto del mundo a través de nuestros orificios, por lo que al comer estamos asimilando nuestro entorno. La comida no es tanto un sistema de lenguaje implícito, como una herramienta que nos permite relacionarnos con los demás e inevitablemente, con nosotros mismos.
De este modo, es posible comprender que dependiendo de factores externos e internos, nuestra necesidad y/o deseo de comer, se manifestará de muchas y distintas formas.
Podemos comer con los ojos o con nuestra nariz, contemplar con avidez un provocativo postre y permitir que nuestro vista gane al estómago; dejarnos llevar por el aroma ahumado de las brasas, darnos la vuelta impulsivamente y sujetar con ambas manos, esa taza de café que deliciosamente nos “llama”. Podemos, a pesar de estar llenos, no detenernos hasta acabar con la última partícula de chocolate. Incluso comer con la boca y no hacerlo por hambre físico, sino por la búsqueda involuntaria o el afán de percibir de manera inmediata, sensaciones placenteras; morder con fruición una manzana o hacer crujir entre nuestros dientes las nueces que nos sirvieron con el té después de una comida consciente y controlada, por el simple goce de percibir como “estallan” cuando estamos ansiosos o estresados. La comida nos expresa y nosotros nos expresamos a través de ella, incluso cuando ni siquiera somos capaces de identificar qué emoción se está abriendo paso en nuestro interior.
El término “hambre emocional” es relativamente nuevo, aunque con toda seguridad, a muchos de nosotros nos resulte familiar. Pero también existe el hambre de la vista y del olfato, el hambre del estómago y el hambre oral. Existe el hambre celular, que se despierta frente a la necesidad de nutrientes de nuestro organismo y también el hambre mental o intelectual, que se basa en los pensamientos acerca de lo que se supone que “debemos” o no “debemos” comer. De la misma manera, aunque seguramente nos sorprenda, existe el hambre del corazón. Esta última es la que la mayor parte de las personas identificamos como emocional, y no es otra que el hambre de la persona que siente la necesidad de ser amada, de ser cuidada por alguien o por algo. La comida siempre está ahí, ella nunca nos falla, nos puede hacer sentir bonito en un instante, nos permite recordar y traer de vuelta a quien nos quería. La comida nos alegra, nos sacia, nos ayuda a celebrar, nos abraza cuando estamos tristes y se aleja cuando la angustia se instala en el centro de nuestro pecho o cerca de nuestra garganta, bloqueando literalmente su entrada.
Este hambre está relacionada con la intimidad y con las relaciones humanas, para satisfacerla, la persona requiere ampliar su gama, atreverse a salir del contexto conocido y a menudo reducido, y abrirse a la plenitud de ser aceptada más allá de su propio contorno, definido a menudo por el miedo a ser rechazado por los otros.
Y tú….¿de qué tienes hambre?