No es fácil enfrentarnos a nosotros mismos, conocernos, saber quiénes somos de verdad. Tampoco lo es reconocer muchas de nuestras sombras, ni por supuesto, encontrarnos en ellas. Vernos en modo automático, refugiándonos en cualquier cosa que encontramos al abrir el frigorífico, es algo que nos cuesta asimilar. Y sin embargo, a quién no le ha sucedido?… Quién en un momento de dolor, después de una discusión, en mitad de una noche de soledad, incluso envueltos en un desasosiego que ni siquiera alcanzamos a comprender, no ha “corrido” a tomarse un vino, comprarse un croissant, pedir una pizza, o simplemente se ha dedicado a “atracar” uno tras otro, los armarios de la cocina?… La imagen de la chica llorosa y el helado de litro, es habitual no sólo en las películas de Bridget Jones, sino entre nuestras amigas y conocidas, y apuesto a que también, para nosotras mismas.
Que la comida tiene un componente emocional es algo que ya no admite discusión alguna. Comemos para celebrar, socializar, negociar, enamorarnos. Comemos como excusa para estar juntos, para alejarnos de los demás, para llenarnos de aquello que nadie excepto nosotros mismos, podemos darnos. Comemos cuando nos sentimos plenos, pero también lo hacemos cuando la tristeza, la soledad, la desidia o la angustia, se apodera de nosotros. Es más fácil “tapar” lo que sentimos que hacerle frente. Detrás de la necesidad compulsiva de comer, se esconde todo aquello que tratamos de evitar, que nos esforzamos por no mirar, que alejamos de nosotros en un intento, siempre fallido, de simular que no está, de creer que si no lo atendemos, dejará de existir y así, podremos alejar la desazón, que es como describimos el miedo cuando no sabemos nombrarlo, que nos provoca afrontarlo.
No hace mucho leí que la forma en la que nos relacionamos con la comida, es la forma en la que nos relacionamos con la vida. Y no puedo estar más de acuerdo, aunque habrá quienes no compartan esta opinión. Se sabe que la inclinación por los dulces cubre a menudo, una profunda necesidad de amor, que la comida siempre fría o muy caliente, apunta a la mayor o menor dificultad con el compromiso, que quien no quiere comer rechaza a menudo la vida, o que quien no puede parar de hacerlo, habita un vacío inmenso que nada tiene que ver con lo que decide llevarse a la boca. Comer es un lenguaje, una forma de comunicación, de intimidad, de expresión, que va mucho más allá de lo que en si mismo significa el acto de sentarse frente a un plato. Cuándo y cómo lo hacemos, las cosas que más nos gustan y las que detestamos, ser incapaces de disfrutar cuando estamos solos o por el contrario, dar rienda suelta cuando nadie nos ve, habla de nuestro yo más profundo, de las creencias que hemos ido incorporando, de la familia a la que pertenecemos, del contexto en el que hemos aprendido a amar, a vivir, a crecer, a relacionarnos con el mundo, con nuestro mundo. Desde que tenemos uso de razón se nos premia o se nos castiga, se nos nutre o se nos abandona, se nos juzga, se nos distingue, se nos señala, por todo aquello que decidimos, o rechazamos, o aprendemos, o restringimos…quién no recuerda cumpleaños, recreos, meriendas, fiestas, citas, aniversarios…quién no ha sentido la carencia, la vergüenza, la ansiedad, la abundancia, la satisfacción… quién no se ha visto en la capacidad para responder o en el hábito de reaccionar…
Somos lo que comemos, y también lo que decidimos comer. Por eso es tan importante “aprender” a hacerlo desde la consciencia, observarnos en ese acto tan cotidiano y qué tanto dice de nosotros. La comida es también una poderosa herramienta para conocernos, para profundizar e ir más allá y al mismo tiempo, nutrirnos, cuidarnos, cultivar nuestra salud, nuestro bienestar. Aprendamos a disfrutar de todo lo que simboliza y amémonos a través de ese nexo con la vida, que es la vida misma.